Nueva sección en la que periódicamente se publican reseñas de obras destacadas de la literatura mediterránea y de autores procedentes de países de la cuenca mediterránea. Esta cuarta entrega está dedicada a la nueva novela del escritor marroquí residente en Francia Abdelá Taia (Salé, 1973).
Ficha técnica
La vida lenta
Abdelá Taia
Trad. Lydia Vázquez Jiménez
Cabaret Voltaire, 2020
282 páginas
El escenario que dejó detrás el ataque a la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo y la serie de atentados de noviembre de 2015, con policías, militares y guardias de seguridad por todas partes, ha transformado Francia en los años sucesivos en “una nueva zona de guerra”, en la que el terrorismo yihadista es el enemigo y los árabes que la habitan sus potenciales combatientes. Ese es el trasfondo de La vida lenta, la nueva novela del escritor marroquí residente en Francia Abdelá Taia (Salé, 1973), según la descripción de una de sus personajes. Acaba de publicarla en español Cabaret Voltaire, editorial responsable asimismo de la traducción al español de otras tres de sus nueve novelas —El que es digno de ser amado (2018); Infieles (2014) y Mi Marruecos (2009, premio Cálamo)— y que viene desarrollando una importante labor de edición de autores del norte de África, como Rachid Boudjedra, Mohamed Mrabet, Mohamed Chukri o Tahar Ben Jelloun —del que ha publicado diez obras—.
En La vida lenta, Abdelá Taia pone frente a frente a dos personajes tan absolutamente dispares como inevitablemente próximos. Munir es un marroquí de 40 años que emigró a París hace dos décadas. Doctorado en literatura francesa del sigo XVIII en la Sorbona, vive en un piso de dos habitaciones en el burgués distrito 3 y está a la espera de comenzar a dar clases de francés en un instituto de los suburbios parisinos después del verano. Madame Marty es una octogenaria francesa que habita una minúscula buhardilla de 14 metros cuadrados justo encima del apartamento de Munir. Proveniente de un pequeño pueblo, ha sacrificado marido e hijo por su amor a la Ciudad de la Luz.
Ambos, no obstante, encierran esqueletos en sus armarios. Munir es homosexual y acaba de perder a su madre cuando se muda al mismo edificio que la anciana, apartamento que puede permitirse, según lo que él mismo cuenta a sus colegas, por haber negociado el precio con el padre de un buen amigo. Después de tres años de residir en el mismo lugar, el piso permanece prácticamente desamueblado. Los atentados de 2015 y los recurrentes ataques de corte yihadista en años sucesivos han convertido a Munir y a todos los que son como él en terroristas en potencia y, por tanto, en habitantes al margen del sistema. Madame Marty vive en su diminuta buhardilla desde los años 70 y guarda un pesado secreto, una vergüenza, “ese pasado que Francia sigue aparentando haber resuelto”. Su hermana mayor, Manon, se prostituyó para el enemigo alemán durante la ocupación de París en la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra, en el año 45, ante el estigma del colaboracionismo, Manon se ve obligada a abandonar Francia. Madame Marty sabe lo que es sentirse al margen de la sociedad.
Solitarios, el joven y la anciana albergan además un cierto rencor hacia Francia. Munir, por lo que entiende como una nueva forma de colonización espiritual que le ha llevado a una pérdida de identidad y, desde los atentados de 2015, por verse sometido a una constante desconfianza y al escrutinio de las fuerzas de seguridad. Marty, porque la sociedad francesa no ha sido capaz de perdonar a su hermana a la que nunca más volvió a ver. “Mi hermana fue excluida. Expulsada. Apartada. Empujada a la muerte. A otro territorio”. La anciana necesita contar su secreto a alguien sin que la juzguen. Munir encuentra en la anciana una especie de madre y amiga con la que desahogarse. La amistad se va consolidando con los años, hasta que, tras un enfrentamiento, la anciana llama a la policía porque tiene miedo de su vecino. “Sabía perfectamente que Madame Marty no era racista. Ella no. Pero, claro, estábamos en 2017.(…) Todo se había vuelto posible. La gente en Francia no era la misma”. El caso de Munir es ahora “muy grave”. Lo acusan de pertenencia a un grupo islamista que amenaza la seguridad de Francia…
La vida lenta es una profunda reflexión sobre la identidad del individuo, de un individuo alejado de sus raíces, que al entrar en la mediana edad se pregunta por la verdadera naturaleza de su ser. Emergen en esta novela, afligida y taciturna, algunos de los temas recurrentes en la obra de Abdelá Taia. La infancia en un suburbio de Rabat, en la ciudad de Salé y ese determinismo socioeconómico que lleva a la desesperanza: “No soy nada. Pobre. De 15 años. Es todo lo que seré toda mi vida”. La homosexualidad, vivida como un constante ataque por parte de hombres heterosexuales hambrientos de sexo que deciden aprovecharse de un pequeño adolescente afeminado. La homosexualidad como fuente de las tragedias de su vida. Pero también, el salvaje despertar al sexo romántico, con esas escenas que Taia se detiene en describir tan minuciosamente, eróticas, lentas, explícitas, sin complejos. La atracción de la antigua colonia como tabla de salvación para ser más libre, para ascender socialmente, para vivir en la metrópolis intelectual… Y, al cabo de los años, esa desasosegante sensación de vacío, de disolución de la personalidad, de pérdida de las referencias. “Francia, a fuerza de querer cultivarme, civilizarme, me había castrado”. (…) “¿Quién es ese? ¿Tú? No. Ese ya no eres tú. Ya no eres digno de ese nombre tan hermoso. Munir. Deberías llamarte Philippe o Baptiste”. Una sensación de vacío magnificada por el miedo recíproco, de la sociedad francesa a ese “otro” del que recela como alguien potencialmente peligroso, y el de ese “otro” a sus antiguos vecinos. Y, también, esa nostalgia del mundo de ayer, “de las sensaciones fuertes, violentas, demasiado violentas, que sentía cuando estaba sumido en aquel mundo” y que probablemente tenga mucho de nostalgia de la primera juventud… Al final, la búsqueda de ese yo primigenio, de esa llama originaria, de ese lado más salvaje, mediante el retorno a la periferia de París, donde habitan esos franceses árabes nacidos allí a los que Francia sigue considerando como inmigrantes. “La periferia y sus habitantes menospreciados, esa era la esperanza”. La promesa de una vida no tan lenta.
Por Natalia Arce