Un cartel en Tel Aviv felicita al presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, por su victoria en las elecciones estadounidenses. (Foto AP) / CC BY 4.0

La reelección de Donald Trump como 47º presidente de los EEUU (repitiendo cargo tras haber sido el 45º hombre en ese puesto) abre una serie de interrogantes relacionados con el rumbo potencial de su política exterior en una de las zonas que nos atañen en Tres Culturas: Oriente Próximo.

“Durante mi Administración, tuvimos paz en Oriente Medio, ¡y la tendremos de nuevo muy pronto!”, dijo Trump a sus millones de seguidores en una publicación en Truth Social (su propia red social) el pasado 30 de octubre. “Solucionaré los problemas causados ​​por Kamala Harris y Joe Biden y detendré el sufrimiento y la destrucción en el Líbano. Quiero ver que Oriente Medio vuelva a tener una paz real”. Esos comentarios, destinados a la comunidad árabe de Michigan (la mayor del país) merecen una revisión, pues su relación con la región durante esa su primera Administración fue controvertida.

La acción más discutida, sin duda, fue su promoción de los llamados ‘Acuerdos de Abraham’, una serie de tratados bilaterales de normalización firmados entre Israel y dos países de la región en septiembre de 2020: Emiratos Árabes Unidos y Bahréin. En tanto no imponían ninguna condición a Israel respecto a la cuestión de la ocupación de Palestina (como la aceptación de un Estado palestino independiente), estos acuerdos fueron muy criticados por la opinión pública tanto de los Estados firmantes como del resto de países de la región, y en algún caso fueron calificados como un nuevo revés a la causa palestina.

Otra decisión que provocó controversia fue la retirada de EEUU, en 2018, del Plan de Acción Integral Conjunto, comúnmente conocido como ‘Acuerdo Nuclear con Irán’, por el que este país acordó eliminar sus reservas de uranio enriquecido, entre otras cuestiones, a cambio de ser aliviado de las sanciones que le habían impuesto los Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Trump anunció la retirada de su país del acuerdo, y el restablecimiento de las sanciones a Irán.

Pero la que con toda probabilidad fue la iniciativa más polémica, a niveles políticos y diplomáticos, fue el reconocimiento de los anexionados Altos del Golán sirios como parte de Israel, y sobre todo el de Jerusalén como capital de Israel y el consiguiente traslado de la Embajada de los EEUU desde Tel Aviv hasta la milenaria ciudad. Ambos movimientos -por cuanto socavan la legalidad internacional recogida en numerosas resoluciones de Naciones Unidas- son una clara muestra de las incoherencias de quien se supone debería erigirse en árbitro de la cuestión y promover la solución de los dos Estados, papel que EEUU se ha atribuido desde hace décadas. Sus críticos sostienen que todas estas políticas tuvieron un efecto desestabilizador en la región.

Ahora, en un contexto muy complicado, con Israel en conflicto con los palestinos y Líbano, y con varios actores no-estatales regionales implicados, la reelección de Trump nos sitúa en un periodo de incertidumbre, entre el regocijo del gobierno israelí (el propio Netanyahu ha manifestado que el ya presidente electo había logrado “el mayor regreso de la historia”) y la desesperanza y desconfianza de la población de Palestina y del resto de la región.

Quienes han trabajado junto a Trump definen su carácter imprevisible como una baza diplomática, pero en un Oriente Próximo tan volátil como el actual, con una crisis de proporciones históricas, no queda claro cómo se desenvolvería. Pero habrá que confiar en que su segundo mandato esté guiado por el cumplimiento de la legalidad internacional y que, realmente, consiga la tan anhelada solución a los múltiples problemas que asolan la región.