Los supervivientes que los vieron marchar camino de la cámara de gas aquel 6 de octubre de 1944 aún recordaban, décadas más tarde, cómo los niños de la enfermería de Auschwitz cantaban Wiegala, Wiegala, para ahuyentar el miedo a la muerte, que les esperaba sólo unos minutos más tarde, unos metros más adelante.

Iban arropados por Ilse Weber, la amorosa mujer que los cuidó durante meses en el campo de Theresienstadt y que escribió para ellos numerosos poemas, cuentos y canciones. En un último acto de amor por esos niños, entre los que se encontraba su hijo menor Tommy, los acompañó voluntariamente para inspirarles un último hálito de esperanza a través de la música. Poco antes, Ilse compuso para ellos la nana, que rezaba:

La luna es una linterna

en el fondo negro del firmamento,

desde allí mira el mundo.

¡qué silencioso está!

Historias parecidas a ésta se han repetido demasiadas veces en otros campos, en otros países. Y lo que es mucho peor, pueden volver a repetirse en tiempos presentes y futuros, da igual dónde.

Para evitar volver a caer en el horror es indispensable evitar el olvido. Por ello, en el centenario de su nacimiento, recordar las palabras del escritor y superviviente del Holocausto Primo Levi, “No es lícito olvidar, no es lícito callar…” (Los hundidos y los salvados – 1986) sigue siendo una obligación moral.

Afortunadamente, en un mundo en el que prima la inmediatez aún quedan personas que sueñan con rescatar y poner en valor los sonidos sin eco, las palabras calladas. El proyecto que lleva este nombre, estrenado en Fundación Tres Culturas con motivo del Día en Memoria del Holocausto, ha sido la apuesta personal de Begoña Hervás, presidenta de Juventudes Musicales de Bilbao.

El germen de este proyecto fue la incredulidad de Hervás: “Conocía la música que algunos músicos habían realizado durante su estancia en campos de concentración, pero me sorprendía que, entre tantos millones de víctimas, solo hubiera trascendido la de unos pocos. Descubrí que prácticamente todos los prisioneros hacían música, y que se hizo música en todos los campos y guetos; ¡en todos! Inevitablemente, me surgió la pregunta: ¿cómo es posible hacer música en esas circunstancias?”.

Efectivamente, existen miles de piezas musicales compuestas en los campos de concentración y exterminio nazi. Algunas de ellas fueron creadas por músicos profesionales, otras en cambio eran sólo cancioncillas populares a las que algún recluso ponía letra. Componían y cantaban para sobrevivir. Y también como forma de luchar contra el otro uso de la música, el uso indecente de quienes convierten lo hermoso en horror, la esperanza en abandono.

Habitualmente los prisioneros eran obligados a cantar canciones nazis y marchas de las SS con la única intención de humillarlos. Marchas militares y piezas de Wagner eran transmitidas por los altavoces durante la noche para evitar el descanso de los prisioneros o para tapar el sonido de las ejecuciones. Y era también una práctica habitual que fueran recibidos a su llegada a los campos con una banda o coro de reclusos que tocaba para apaciguar los ánimos y evitar disturbios.  Los músicos profesionales eran tratados como esclavos, obligados a componer y tocar en las fiestas y reuniones privadas de sus verdugos.

Pero los prisioneros también componían e interpretaban música por iniciativa propia, para sí mismos y para sus compañeros. La música funcionaba como una técnica de supervivencia cultural y como terapia, ayudándoles a aliviar el miedo.

Como testigos de su sufrimiento quedaron desperdigadas las ajadas partituras, escritas en trozos de vendas, trapos o cualquier otro material que pudiesen utilizar para escribir. Las escondían en lugares donde los guardias no solían buscar, como bajo los suelos de cobertizos para herramientas o letrinas.

En las etapas iniciales del sistema de campos, el estilo dominante era la música amateur de los movimientos juveniles y obreros, y los músicos profesionales eran la excepción. Pero al crecer el número de deportaciones aumentó también el porcentaje de intelectuales, artistas y músicos profesionales procedentes de numerosos países. Es por ello que en la música creada es el seno del Holocausto tienen cabida las diferentes tradiciones musicales nacionales de los reclusos.

Dentro del sistema de guetos y campos de concentración y exterminio creado por el nazismo, existieron algunos casos en los que la vida cultural de los reclusos tuvo cierta cabida, aunque fuese solo con fines propagandísticos del régimen.  El ejemplo más claro fue el de Theresienstadt. Ante la creciente indignación de la comunidad internacional por las condiciones inhumanas en los centros de internamiento, los nazis permitieron que representantes de la Cruz Roja Danesa y la Cruz Roja Internacional visitaran el campo en junio de 1944. Se gestó entonces una de las mayores operaciones propagandísticas del nazismo. El campo se embelleció hasta el punto de aparentar ser una ciudad normal. El día en que la comisión visitó Theresienstadt, los internos podían pasear libremente, los niños asistían a una escuela que nunca existió, y las familias se entretenían con los espectáculos musicales y teatrales compuestos por y para ellos.

Fue así como nació la ópera para niños Brundibár, de Hans Krása, o la ópera de Viktor Ullmann El emperador de la Atlántida o la muerte abdica, estrenada oficialmente en Ámsterdam en 1975, pues no llegaron a permitir su representación en el campo por considerar la figura del emperador un retrato satírico de Hitler. Su autor, uno de los más brillantes músicos de la época, fue asesinado en la cámara de gas poco después de componerla.

En la labor de recopilación de las piezas musicales que integran este espectáculo, ha sido fundamental la colaboración de Yad Vasehem (Museo de la Historia del Holocausto) y otras instituciones y museos, así como de Francesco Lotoro, profesor de música, compositor y pianista que ha dedicado casi 30 años de su vida a la búsqueda y recopilación de unas 8.000 piezas musicales compuestas en campos de concentración, de trabajo forzado y de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Durante su incansable búsqueda, recorrió cientos de librerías y archivos e incluso rescató las partituras de las propias ruinas de los campos.

Gracias a ellos, Begoña Hervás se hizo con los manuscritos de las canciones sobre los que trabajar: “Digitalicé las partituras, traduje los textos, busqué información sobre sus autores, las circunstancias que motivaron el que escribieran cada una de esas canciones, y las características particulares de los campos y guetos en las que fueron creadas”.

Sin embargo aún quedaba mucho trabajo por realizar. Las partituras tan sólo contenían la línea melódica. Era necesario encontrar un compositor con la capacidad y sensibilidad necesarias para realizar las armonizaciones y arreglos para piano. De esta parte del proyecto se ha encargado Arnold W. Collado, Presidente de Juventudes Musicales de Sevilla.

El resultado, unos arreglos magistrales que secundan y refuerzan a la perfección el sentido del texto y la intensidad de los sentimientos volcados en cada una de las piezas.

Entre las muchas dificultades que entrañaba el proyecto, Collado considera una de las más complicadas el trabajar con música escrita por amateurs: “De las 15 canciones trabajadas, tan solo cuatro de ellas fueron compuestas por músicos profesionales. Esto supone un trabajo enorme, porque existen imperfecciones en la composición que hay que corregir, pero sin perder la esencia de la misma. He tenido, por ejemplo, que crear interludios o pasajes intermedios para dotarlas de un sentido.”

La selección de los músicos que interpretan estas piezas también ha sido trascendental para Begoña Hervás. Las jóvenes Mercedes Gancedo, soprano, y Beatriz Miralles, pianista, respondían a la perfección, tanto por el virtuosismo de su técnica como por su capacidad de conectar con el público.

Pero Sonidos sin eco, palabras calladas no es, no puede ser, sólo un concierto. La historia de terrible dolor que encierra cada canción debía ser apoyada y reforzada por la puesta en escena. Se trata pues de un espectáculo músico-escénico que relata la historia de sufrimiento vivida por los autores y sus compañeros. Bajo la dirección de Jon Amuriza, el grupo de teatro Odissea Ensamble recrea “un concierto en 3D” que escenifica cada canción para dar a conocer de la manera más intensa posible lo que de verdad fue el Holocausto.

Como nos cuenta Begoña Hervás, “Hay alumnos de veinte años que no saben casi nada de lo que supuso aquello. Yo les dije, tenéis que verlo, tenéis que  verlo para saber lo que fue, porque algo así no debería repetirse jamás”.

Porque, en definitiva, Sonidos sin eco, palabras calladas es una apuesta por la memoria preventiva. La que busca sacudir las adormecidas conciencias para no volver a caer en el horror.

 

JUVENTUDES MUSICALES

Juventudes Musicales se fundó en Bruselas en 1940, en plena Segunda Guerra Mundial. En medio del horror, la desesperanzada juventud de la Bélgica ocupada necesitaba un motivo para aferrarse a la vida, un ideal alrededor del cual agruparse. Al finalizar la guerra, en 1945, fruto de la voluntad de valerse de la música como vehículo de paz, las Juventudes Musicales de Luxemburgo, Bélgica y Francia fundaron la Federación Internacional de Juventudes Musicales. Al poco tiempo, Alemania se integró en dicha federación, de manera que lo que nació como un movimiento de protesta pacífica, se transformó en un movimiento de reconciliación de la juventud europea a través de la música. Hoy, Juventudes Musicales International, con sede en Bruselas, está presente en cincuenta y cinco países, entre ellos España, desde 1952. En los últimos años, Juventudes Musicales se ha abierto a nuevos estilos, incluyendo alternativas como el flamenco o el jazz.